Escrito por Iván Ruiz.

En la historia del deporte han existido hombres que, sin proponérselo, han marcado el rumbo de los demás, convirtiendo sus nombres en sinónimo de grandeza. Visionarios que no solo consiguieron triunfar, sino que redefinieron el significado intrínseco de competir, liderar y, sobre todo, vivir. En el baloncesto, Gregg Popovich es uno de esos titanes sin parangón. Con su reciente retiro tras casi tres décadas al frente de los San Antonio Spurs, el mundo despide no solo a un entrenador, sino a un filósofo, un mentor y un ser humano excepcional. Popovich no se limitó a construir una dinastía con cinco campeonatos de la NBA; creó una forma diferente de concebir el baloncesto, una que priorizaba el equipo sobre el ego, la humildad sobre la fama y el propósito sobre la gloria. Su impacto trasciende mucho más allá de las estadísticas. Fue un faro de integridad en un mundo que sistemáticamente ha premiado lo superficial.

Su historia es la de alguien que nunca quiso ser protagonista y, sin embargo, terminó siendo imprescindible. Por su forma de mirar a los ojos, por su manera de proteger a los suyos, por ese equilibrio tan difícil, casi imposible, entre dureza y ternura. Esto no es solo un repaso a una trayectoria. Es un intento de agradecer, de comprender su impacto y de recordar por qué, para muchos de nosotros, Popovich fue, es y será el modelo al que mirar cuando uno se sienta perdido o simplemente busque respuestas.

El origen: Los cimientos de un líder

Gregg Popovich nació el 28 de enero de 1949 en East Chicago, Indiana, una ciudad obrera, donde las oportunidades no llegaban sin lucha. Hijo de padre serbio y madre croata, creció en un hogar modesto, impregnado desde su más tierna infancia de los valores de esfuerzo y sentido de la comunidad que marcarían su carácter para siempre.Una personalidad sin adornos, directa, resistente, resiliente; características que más tarde se convertirían en señas de identidad de sus equipos.

El joven Gregg encontró en el baloncesto una pasión y un refugio. Aunque no era una estrella, su inteligencia y tenacidad lo llevaron a la Academia de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, donde jugó como escolta, graduándose con una licenciatura en Estudios Soviéticos: un reflejo evidente de su mente curiosa y analítica.  Allí no solo se graduó, sino que comenzó a entender la importancia del grupo, la jerarquía, el sacrificio compartido y la disciplina como base del éxito. Logró ser capitán del equipo durante su último año, pero lo más importante fue que se enamoró del baloncesto, no como un mero deporte, sino como un vehículo para transmitir valores. Algo así como un moderno caballo de troya relleno de integridad.

Sus cinco años de servicio como oficial en la Fuerza Aérea incluyeron misiones clasificadas por la CIA en Europa, en plena Guerra Fría. Popovich no solo cumplió su servicio militar, sino que exploró el mundo, ampliando así su perspectiva cultural. Aunque soñaba con jugar en la NBA, el destino decidió que debía sentarse en un banquillo y entrenar. Así, en 1973, comenzó como asistente en la propia academia, para poco después tomar las riendas del equipo de Pomona-Pitzer, una pequeña universidad en California, cargo que ocuparía durante seis años.

En ese tiempo, asistiría a la Universidad de Denver y obtendría un máster en Educación Física y Ciencias Deportivas. Al tiempo, fue nombrado entrenador jefe del equipo masculino de baloncesto de Pomona. Allí pasó casi una década moldeando su forma de entender el juego y las personas. Era un formador más que un técnico. Alguien que no enseñaba sistemas, sino que educaba carácter. En Pomona, Popovich no solo perfeccionó su conocimiento táctico, sino que descubrió su don para conectar con los jugadores como personas. Su filosofía de liderazgo, que combinaba disciplina militar con empatía, comenzaba a tomar forma.  

En 1985, un giro crucial de los acontecimientos lo llevó a trabajar con Larry Brown en los Kansas “Jayhawks” y luego en los Denver Nuggets como asistente. Brown, un entrenador legendario, reconoció el potencial de Popovich, quien absorbía cada detalle como una esponja. El baloncesto profesional era otro mundo, uno más rudo, más egoísta, más superficial, pero Popovich llegó con una mirada distinta. Observaba, escuchaba, analizaba, tomaba nota...

En 1988, Gregg Popovich llegó a los San Antonio Spurs como asistente bajo la dirección del propio Brown, siendo ya conocedor de las complejidades de la mejor liga de baloncesto del planeta. Cuando en 1994 asumió el cargo de General Manager, Popovich ya sabía exactamente lo que quería construir...

La jugada maestra

Durante sus primeros años en los Spurs de San Antonio como asistente, Popovich se convirtió en una figura clave en la sombra. Su meticulosidad, su conocimiento del juego y su capacidad para leer y comprender no solo partidos, sino también personas, no pasaron desapercibidos. En 1994, tras la marcha de Larry Brown, fue ascendido al cargo de General Manager y vicepresidente de operaciones de los Spurs. Era un movimiento inusual: alguien con un perfil meramente técnico tomaba las riendas de los despachos. Pero Popovich nunca fue un técnico al uso. Desde aquella privilegiada posición, comenzó a construir los cimientos de la franquicia que habitaba en sus sueños. Un proyecto ambicioso, paciente, meticuloso y sobre todo, discreto.

En diciembre de 1996, con el equipo en pleno declive y envuelto en una crisis institucional motivada en gran parte por los resultados, Popovich tomaría una decisión que marcaría para siempre la historia de los Spurs… y de la NBA: se nombró a sí mismo entrenador principal.

Cuando Popovich tomó las riendas de los Spurs, el equipo era sólido, pero carecía totalmente de identidad. Lo que siguió fue una obra maestra de estrategia, cultura y visión. Popovich no solo entrenó; diseñó los cimientos de una dinastía que dominaría la NBA durante casi dos décadas. El primer pilar del proyecto fue David Robinson, el “Almirante”, cuya humildad permitió a Popovich sentar las bases de una cultura de esfuerzo y sacrificio sin precedentes.

La maniobra de Popovich fue interpretada por muchos como un acto de ego o desesperación, pero pronto se reveló como una decisión brillante. La temporada terminó con apenas 20 victorias, pero en el horizonte ya se dibujaba un giro del destino. La fortuna — esa cómplice tan caprichosa como silenciosa de toda gran historia — les entregó el número uno del Draft de 1997. Con él, llegó Tim Duncan. Introvertido, metódico, serio, generoso. Un alma gemela en términos de valores y visión. Entre ambos nacería una relación basada en el respeto mutuo y una confianza absoluta, que cambiaría para siempre la historia de la NBA. Popovich no solo encontró a su jugador franquicia; encontró a su reflejo en la cancha. Y con él, junto a Robinson, comenzó a cimentarse la era más gloriosa de la historia del equipo tejano.

El nacimiento de una dinastía

El baloncesto es, a menudo, una danza de talentos que brillan y se apagan con la misma rapidez con la que aparecieron. Pero muy de vez en cuando, surge algo distinto. Algo que no depende únicamente del talento, sino de la comunión perfecta entre cultura, liderazgo y propósito. Eso fue lo que Gregg Popovich construyó, o mejor dicho, orquestó, en San Antonio: una dinastía silenciosa; sin aspavientos, sin declaraciones grandilocuentes, sin flashes, pero con una solidez irrebatible. Con Tim Duncan como piedra angular y David Robinson como mentor, los Spurs encontraron una identidad que marcaría su hoja de ruta y trascendería lo puramente deportivo.

En 1999, apenas dos años después de la llegada de Duncan, San Antonio conquistó su primer anillo. Fue una confirmación. Popovich había logrado fusionar su experiencia militar, su visión humanista del liderazgo y su devoción por el juego en un sistema donde cada pieza encajaba por su disposición, no por su nombre. No importaba quién liderara las estadísticas; importaba que todos entendieran el propósito común. Lo importante era “nosotros”, nunca “yo”. Popovich nunca se conformó con ser un estratega. Para él, el baloncesto era una plataforma, no solo para conseguir victorias, sino para construir personas. Conocido como “Pops” por sus jugadores y amigos, su liderazgo combinaba una intensidad feroz con una empatía profunda. En la cancha, podía ser un sargento, exigiendo perfección; fuera de ella, era un mentor que escuchaba y guiaba. Los Spurs pronto se convirtieron a ojos del resto de la liga, en una mezcla entre un campamento militar y una fábrica de construir robots.

Aquel primer título no fue el inicio de un dominio estridente, sino de una hegemonía meticulosa y duradera, basada en la filosofía conocida como “Pounding the Rock”, que promovía construir de manera lenta pero segura. En una liga donde las franquicias solían reinventarse cada pocos años, Popovich Eligió otro camino: continuidad, paciencia y confianza en el proceso, y en quienes lo integraban. Fueron llegando figuras como Tony Parker — un joven y prometedor base francés que Popovich moldeó a fuego lento — y más tarde Manu Ginóbili, un potro argentino de talento indomable que no encajó bien de primeras… pero que pronto se convertiría en la excepción que confirmaba la absoluta viabilidad del proyecto. El verso libre que sellaba las escasas fisuras de un bloque absolutamente demoledor.

Popovich supo ver lo que otros no. Donde algunos veían riesgo o rareza, él encontraba riqueza. Bajo su tutela, los Spurs no solo ganaban, educaban. En cada entrenamiento, en cada tiempo muerto, se tejía una filosofía. Una forma de competir en la que la defensa era un acto de compromiso colectivo, el pase una expresión de generosidad, el silencio, una forma de armonía invisible que lo unía todo. Los anillos de 2003, 2005 y 2007 no fueron casualidad. Fueron fruto de un ideario en el que el equipo era siempre más grande que la suma de sus partes. Y así, mientras otros entrenadores se consumían en la búsqueda del éxito inmediato, Popovich cultivaba algo más valioso: la confianza de sus jugadores, el respeto de sus rivales y la admiración de toda una generación. La dinastía de los Spurs no solo se construyó con victorias, sino con principios.

A lo largo de esa primera década del siglo XXI, los Spurs se convirtieron en algo más que un equipo ganador. Fueron un ideal. Una anomalía admirable en una liga dominada por el espectáculo y los egos desmedidos. Mientras muchos perseguían fama, titulares y contratos, ellos construían legado. Popovich, con su estilo inconfundible — mitad estratega, mitad pedagogo —, convirtió a San Antonio en un espejo en el que muchas franquicias querían mirarse, pero pocas, por no decir ninguna, sabían cómo imitar. Porque la idiosincrasia de los Spurs no se copiaba. Se comprendía, se respiraba...se vivía. Era una cultura, y como todas las culturas genuinas, necesitaba tiempo, coherencia y convicción. Virtudes que, en la NBA moderna, escaseaban… excepto en La Ciudad del Álamo.

En la cima del mundo

Hay títulos que se celebran. Otros que se padecen. Y unos pocos que se sienten como la resolución de una pieza inacabada. El campeonato de 2014 fue eso: la nota final de una sinfonía que Gregg Popovich llevaba años escribiendo con precisión quirúrgica y alma de poeta. Doce meses antes, la derrota más cruel jamás imaginada los había dejado al borde del abismo. Pero en lugar de romperse, los Spurs miraron hacia dentro y, Popovich, con la calma del sabio y la exigencia del perfeccionista, reconstruyó desde la herida.

Durante la temporada 2013-14 los Spurs no compitieron: enseñaron. Impusieron un estilo coral, innegociable, que arrasó con la liga como un tsunami lento pero imparable. Terminaron con el mejor récord del curso (62-20), repartiendo minutos entre todos sus jugadores y sin necesidad de que ninguno alcanzase los 30 por noche. Nadie brillaba solo porque todos brillaban juntos. El "Beautiful Game" no era un concepto armónico,era un sistema ofensivo construido sobre la confianza ciega, la circulación veloz e incesante del balón y una toma de decisiones colectiva con una inteligencia que rozaba lo sobrenatural. Cada pase era una tesis. Cada corte, una sinfonía, cada canasta un regalo. Durante meses, San Antonio se convirtió en la mejor definición jamás conocidadel concepto “jugar en equipo” Aquella nueva y renacida versión de San Antonio no jugaba al baloncesto: lo interpretaba. El balón no se pasaba, danzaba. Las rotaciones eran acordes. Las ayudas defensivas, contramelodías. Todo respondía a una lógica superior, donde lo estético era consecuencia de lo esencial. Popovich no diseñó jugadas; compuso estructuras dinámicas donde cada jugador entendía que su valor no residía en producir, sino en encajar. Era la belleza nacida del sacrificio. La eficacia como arte. El triunfo como consecuencia, nunca como obsesión.

En las Finales, arrasaron a Miami no con superioridad física, sino con algo mucho más difícil de lograr: armonía absoluta. Kawhi Leonard emergió como MVP, pero no hubo protagonistas. Solo intérpretes, perfectamente sincronizados, ejecutando la partitura de un genio que había entendido que el baloncesto, como la música, no se gana… se transmite.

Y esa noche, en junio de 2014, los Spurs no conquistaron un título. Entonaron una melodía tan perfecta que, por unos minutos, el mundo pareció quedarse en silencio para escucharla. Gracias a Popovich, los Spurs alcanzaron el punto más alto de evolución jamás conseguido por un equipo de baloncesto.

El declive y la última misión

Nada dura para siempre. Ni siquiera las dinastías construidas con la más paciente de las manos y el corazón más firme. Poco a poco, los pilares que habían sostenido el imperio tejano fueron apagando su luz. David Robinson se retiró en 2003. Manu Ginóbili colgó las botas en 2018. Y Tony Parker hizo las maletas en silencio. En 2016, Tim Duncan —el centro gravitacional de toda la cultura Spurs — anunció su adiós. Su marcha no solo dejaba un hueco en el vestuario, sino también un vacío existencial. Por primera vez en casi dos décadas, Popovich se quedaba sin su escudero, sin su reflejo, sin su amigo, sin su proyección sobre la pista.

El equipo intentó reinventarse. Pero la conexión no fue la misma. La relación entre Kawhi Leonard y la franquicia acabó rota: una herida que sangró más de lo que parecía. Aquel traspaso dejó claro que algo había cambiado: ya no era suficiente con la cultura, la ética y la paciencia. El nuevo baloncesto se movía a una velocidad distinta, con códigos distintos, con necesidades distintas.

Pero Popovich, fiel a sus principios, no traicionó su forma de ver el juego ni de entender la vida. Siguió entrenando como quien cuida un jardín que ya no florece, pero cuyo valor reside en la dedicación. Los Spurs comenzaron a perder más de lo que ganaban. Ya no eran temidos. Ni siquiera respetados por algunos sectores de una liga que había olvidado demasiado rápido a sus antiguos reyes. Y entonces, el técnico más laureado de la historia tomó una decisión radical, casi impensable en su trayectoria: permitió al equipo tocar fondo, competitivamente hablando. Lo hizo porque entendía que, a veces, el mejor movimiento no es resistirse a la caída, sino dejarse caer con la dignidad suficiente como para volver a levantarse con más fuerza.

Ese gesto — aparentemente derrotista — escondía en realidad una última gran jugada. La más arriesgada. La más visionaria. En 2023, como si el destino aún tuviera una deuda pendiente con Popovich, los Spurs obtuvieron el número uno del Draft. Y con él llegó Víctor Wembanyama. Una criatura de otro mundo. Un nuevo unicornio. Una promesa tan descomunal que parecía diseñada en un laboratorio. Pero más allá de su físico o talento, lo que más llamó la atención de Popovich fue su disposición a ser entrenado. A aprender. A formar parte de algo más grande que él. Y en ese gesto humilde, Popovich volvió a ver un destello de lo que una vez fue. Su legado, uno que quizás, aún tenía un último capítulo por escribir.

El año presente trajo consigo un renovado aire de esperanza. La presencia deslumbrante de Wembanyama se sumaba a un sólido núcleo de jugadores jóvenes como Devin Vassell, Jeremy Sochan, Keldon Johnson o el reciente novato del año Stephon Castle. A esa base joven sobre la que construir el futuro se unieron los veteranos Chris Paul y Harrison Barnes. Por último, en un más que sorprendente traspaso, los Spurs se hacen con el base De´Aaron Fox, en lo que parecía la guinda perfecta de la reconstrucción más rápida vista en los últimos tiempos. El proyecto ilusionaba...pero el tiempo no perdona. Los problemas de salud que Popovich venía arrastrando desde hacía tiempo terminaron por obligarle a dar un paso al costado. Con la serenidad de quien sabe que ya ha dejado su legado, anunció su retirada de los banquillos para asumir un cargo institucional. La banda, la voz de mando y la pizarra...pasarán a otras manos. Pero la filosofía, el espíritu y la cultura, continuarán intactas.

“Los Hombres pasan, el espíritu permanece”

Más que un entrenador: Un líder humano

Gregg Popovich no solo transformó el baloncesto; transformó vidas. Su legado humano se mide en las personas que inspiró y las causas que defendió con pasión. Más allá de la pizarra, Popovich fue mentor, aliado y defensor incansable de la justicia, dejando una huella imborrable en jugadores, colegas y comunidades de todo el mundo.

Entre los jugadores, Popovich tenía un don único para ver más allá del atleta. A Duncan, jamás lo presionó para que fuera un líder extrovertido; en cambio, le guio con paciencia, permitiéndole brillar a su manera hasta convertirlo en uno de los mejores jugadores de la historia. Con Tony Parker, un joven extranjero de apenas 19 años, lleno de talentopero aún sin construir como jugador y persona, Popovich fue exigente desafiándolo a superar sus límites al máximo, hasta convertirlo en un base All-Star y MVP de las Finales de 2007. Manu Ginóbili, un argentino con un estilo “poco convencional”, encontró en Popovich un aliado que, después de no pocos quebraderos de cabeza, terminó aceptando su imparable creatividad, conduciéndole a redefinir el rol del sexto hombre más perfecto que la NBA ha conocido. Para Kawhi Leonard, un novato más que tímido, Popovich ofreció confianza y estructura, moldeando una superestrella con una capacidad bidireccional sobresaliente. Estos no son solo nombres en una plantilla; son historias de crecimiento personal, de jóvenes que encontraron en Popovich un mentor que creía en ellos más allá de la cancha.

Popovich también tocó vidas fuera del roster. Fue pionero en abrir puertas a mujeres en la NBA, contratando a Becky Hammon como asistente en 2014. Hammon, quien luego se convirtió en la primera mujer en ser entrenadora principal en un partido de la NBA, siempre destacó el apoyo incondicional de Popovich — quien veía su talento sin prejuicios.

En San Antonio, Popovich se involucró con la comunidad, apoyando a familias de bajos recursos a través de programas como el “San Antonio Food Bank”, donde él y susSpurs donaban alimentos y recursos. Su compromiso con los niños era especialmente notable: participaba en clínicas de baloncesto para jóvenes y respaldaba iniciativas educativas, asegurándose de que los menores tuvieran oportunidades para soñar.

Las causas sociales fueron el corazón de su activismo. Popovich habló sin miedo sobre temas que muchos evitan. Condenó el racismo sistémico, especialmente tras eventos como el asesinato de George Floyd, pidiendo cambios estructurales en la sociedad. Criticó políticas divisivas, desde la desigualdad económica hasta la polarización política, siempre con una mezcla de indignación y esperanza. Como veterano de la Fuerza Aérea, defendió a los militares, apoyando organizaciones que ayudaban a veteranos con problemas de salud mental. También abogó por los derechos de las minorías, los inmigrantes y la comunidad LGBTQ+, utilizando su plataforma para amplificar voces marginadas. Sus donaciones a ONGs y su participación en eventos benéficos, reflejaban su creencia en un mundo más justo.

Popovich no solo predicaba: vivía sus valores. Sus charlas con jugadores sobre historia, política o literatura no eran solo lecciones; eran invitaciones a pensar críticamente. Para él, liderar era servir, y su humanidad convirtió a un entrenador en un faro de esperanza para quienes lo conocieron y para quienes, desde lejos, vieron en él un ejemplo de coraje.

Legado y inalcanzable: Récord y eternidad

El retiro de Gregg Popovich marca el fin de una era, pero su legado es eterno. Sus números son abrumadores: 1.422 victorias en temporada regular, — el récord histórico de la NBA — superando a leyendas como Don Nelson y Lenny Wilkens. Dirigió a los Spurs durante 29 temporadas, logrando 22 apariciones consecutivas en playoffs (1998-2019): un hito de consistencia sin precedentes. Ganó cinco campeonatos (1999, 2003, 2005, 2007, 2014) y recibió tres premios al Entrenador del Año (2003, 2012, 2014). Su porcentaje de victorias en temporada regular (62,1%) y su récord en playoffs (170-114) lo colocan entre los mejores de la historia.  Ostentando un porcentaje de victorias demás del 62%, Popovich acumuló un récord tan obsceno que podría haber perdido 554 partidos consecutivos y aún mantenerse por encima del 50%: una prueba irrefutable de su consistencia legendaria.

Pero los récords son solo la superficie. Popovich transformó el baloncesto con su énfasis en el juego colectivo, inspirando a equipos modernos como los Warriors y los Boston Celtics. Su árbol genealógico de entrenadores es igualmente impresionante: Steve Kerr, Mike Budenholzer, Ime Udoka y Becky Hammon, entre otros, trasladan parte de su filosofía a las nuevas generaciones. En el ámbito internacional, su trabajo como entrenador de la selección de Estados Unidos, incluyendo una medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, amplió su impacto global.  

Más allá de los números, Popovich dejó una cultura. Los Spurs, bajo su mando, fueron un modelo de estabilidad en una liga dominada muchas veces por un caos trepidante e incontrolable. Su énfasis en la humildad, el respeto y la adaptabilidad no solo ganó partidos, sino que creó un estándar para el liderazgo. En San Antonio, su legado es practicamente sagrado, pues convirtió una franquicia modesta en un símbolo de excelencia. Para el mundo, dejó un mensaje: el éxito verdadero se construye con integridad y propósito.

«Los números de Popovich podrán algún día ser eclipsados, pero la huella imborrable de su alma permanecerá para siempre fuera del alcance de los mortales». — Iván Ruiz