Por Pablo Alberola

En Indianápolis el sonido de los motores es música, un pulso que recorre las venas de una ciudad construida sobre el vértigo de la velocidad. Cada mes de mayo, las calles se transforman en un santuario de gasolina y caucho, y las 500 Millas de Indianápolis convierten a la ciudad en el epicentro del mundo del motor. La obsesión por ir más rápido, por tomar cada curva como si fuera la última, está en el aire. Pero este año, el retumbar que envuelve la ciudad no viene del asfalto, sino de los tableros del Gainbridge Fieldhouse, donde los Indiana Pacers han pisado a fondo para volver a plantarse en las Finales de la NBA por segunda vez en su historia.

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Indiana es un estado donde el baloncesto no es solo un juego, sino una religión. Ya lo dice una afamada expresión: “En 49 estados es solo baloncesto, pero esto es Indiana”. Aquí, el sonido de un balón botando es poesía, un eco que se cuela por las ventanas abiertas de los graneros y los gimnasios, una manera de vivir. Los Pacers son más que un equipo: son el reflejo de un estado que vive cada jugada como una vuelta al circuito, donde cada pase rápido y cada corte certero es como un adelantamiento en la recta final.

Indiana, cuna del baloncesto

Fundados en 1967 como parte de la American Basketball Association (ABA), el nombre "Pacers" rinde homenaje a la rica historia del estado en las carreras de caballos y las famosas “pace cars” de las 500 Millas de Indianápolis. Durante su tiempo en la ABA, los Pacers se establecieron como una dinastía, ganando tres campeonatos y participando en cinco finales en solo nueve temporadas, un récord sin igual en aquella liga. Jugadores legendarios como Mel Daniels, George McGinnis y Freddie Lewis llevaron al equipo a la cima, convirtiendo al antiguo Indiana State Fairgrounds Coliseum en un templo de la ciudad.

Con la fusión de la ABA y la NBA en 1976, los Pacers enfrentaron nuevos desafíos. La transición no fue sencilla, y durante años, el equipo luchó por encontrar su lugar en la nueva liga.

Ahora, con el equipo nuevamente en las Finales, la ciudad vibra con una energía renovada. Las calles se llenan de banderas azules y amarillas, y en cada rincón se respira la esperanza de que, esta vez sí, puedan grabar su nombre en la historia de la NBA.

Los destellos de grandeza: Reggie Miller y el grito que nunca se apagó

A veces, el tiempo parece quedarse suspendido, como una pelota que flota en el aire un segundo más de lo normal antes de besar la red. Indiana vivió ese instante en el año 2000, cuando Reggie Miller lideró a los Pacers hasta las que eran sus únicas Finales de la NBA.

Aquella primavera, en cada rincón del estado se respiraba baloncesto. Las calles de Indianápolis se llenaron de tiros a canasta en parques de cemento, mientras que el equipo nos regalaba históricas series contra Knicks y Sixers que se sentían como maratones de alto rendimiento interminables.

Reggie Miller era el rostro y el corazón de todo aquello. Un jugador que no necesitaba adornos ni grandilocuencias: fino como un fideo y con la puntería de quien encuentra el hueco entre los árboles para lanzar una piedra. Un matador. Su juego no era de músculo, sino de instinto, de ese saber estar en el momento preciso para levantarse del suelo, como un latido que anticipa la próxima curva. Contra los Knicks, su némesis eterna, sus manos parecían cargadas de pólvora. Aquellos partidos e imágenes icónicas en el Madison Square Garden eran la advertencia de que Reggie era capaz de arruinar cualquier sueño de sus rivales y en el año 2000, ese talento encontró su mayor escenario.

Las Finales fueron una promesa largamente soñada. Después de años persiguiendo un objetivo, los Pacers estaban allí, frente a los Lakers de Shaquille O’Neal y Kobe Bryant. Un equipo forjado en la constancia contra un vendaval imparable. La fuerza bruta de Shaq contra la precisión quirúrgica de Reggie. Los Pacers lucharon, pero murieron en la orilla. Como un coche que alcanza la recta final con el depósito en reserva. Perdieron la serie en seis partidos, y con ello, una parte de su inocencia.

Pero la derrota no arrasó con la identidad de una franquicia histórica. Si algo dejó aquel viaje fue un recuerdo persistente: la certeza de que, en Indiana, el baloncesto no es una moda ni un simple entretenimiento. Es una forma de estar en el mundo, de resistir. Reggie Miller no solo anotaba puntos: era la personificación de una comunidad que se levanta tras cada caída. Su figura, delgada y elástica, sigue proyectándose en la memoria de los aficionados. Aunque los Pacers no alzaron el trofeo, en Indianápolis todos entendieron que, a veces, llegar primero a la meta no es lo único que importa: es el viaje lo que define quién eres.

Una carrera a rebufo: Paul George y la sombra de LeBron

Tras la marcha de Reggie Miller, Indiana se convirtió en un páramo donde las ilusiones crecían tímidas, solo para marchitarse al primer viento. El Fieldhouse, que había sido un hervidero, se convirtió en un teatro de fantasmas. Las gradas esperaban una nueva voz que encendiera la mecha. Y entonces, casi de la nada, llegó Paul George.

George era distinto: largo, elegante, con un juego que mezcla técnica refinada y explosividad medida, como un bailarín que en un instante puede transformarse en un rayo. No era una supernova como LeBron James, ni una tormenta como Russell Westbrook; era más bien un río silencioso, capaz de encontrar cualquier grieta en la defensa rival. Bajo el liderazgo de Frank Vogel, los Pacers se reconstruyeron como un equipo de obreros: Roy Hibbert dominaba la pintura como un vestigio de otra era, David West imponía respeto, Lance Stephenson aportaba ese toque de locura, y George sería la cara de un proyecto que volvía a soñar a lo grande.

Entre 2012 y 2014, Indiana fue un martillo en el Este. Sus enfrentamientos con los Miami Heat de LeBron, Wade y Bosh eran más que una serie de playoffs: eran un pulso por adueñarse de la conferencia. Mientras los Heat representaban el glamour y la acumulación de talento, los Pacers encarnaban la resistencia, el baloncesto de barrio, el esfuerzo colectivo. Cada serie contra ellos era como correr a rebufo de un coche más veloz, buscando ese momento justo para adelantar. George, que en 2012 era apenas un joven prometedor, se transformó en el líder de aquel equipo, siendo capaz de elevarse sobre LeBron y mirarle directamente a los ojos.

Pero el destino, implacable, volvió a cortar las alas a Indiana. En 2014, cuando los Pacers parecían listos para asaltar la cima, el motor comenzó a fallar: tensiones internas, egos desbordados, la pérdida de Hibbert como ancla defensiva… Y entonces, en 2014, el desastre: George, vistiendo la camiseta de la selección, sufre una fractura que estremeció a toda la NBA.

Indiana nunca volvió a ser la misma. George regresó, pero algo de su magia se había disipado. La esperanza con la habían rozado la gloria se deshizo como humo. Los duelos contra LeBron, las noches de fuego en el Fieldhouse, quedaron como estampas de un tiempo que se fue demasiado pronto. Indiana volvió a la cuneta, esperando una nueva oportunidad en la siguiente carrera.

Los Pacers sin frenos

Cuando Paul George dejó Indiana en 2017, el dolor de su marcha sonó como un motor que se queda sin potencia. Había que reconstruir, sí, pero ¿cómo hacerlo en una franquicia que siempre había rozado la gloria y que, sin embargo, nunca había sabido abrazarla?

Durante años, Indiana pareció condenada a vagar sin rumbo: Oladipo trajo esperanza, pero su cuerpo no resistió; Sabonis sumó músculo y talento, pero la mezcla nunca terminó de cuajar. La pregunta era evidente: ¿qué querían ser los Pacers?

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La respuesta llegó en forma de un traspaso que pocos entendieron al principio: enviar a Sabonis a Sacramento a cambio de un joven flaco, sonriente y con una mirada de genio tranquilo. Tyrese Haliburton aterrizó en Indianápolis como un meteorito inesperado: un base que mezclaba la pausa y el vértigo, la visión de pájaro y la ejecución quirúrgica. Desde el primer partido, Haliburton pareció entender perfectamente lo que Indiana necesitaba: menos especulación, más osadía.

Pero Haliburton no sería el dueño del equipo si alguien no le hubiera entregado las llaves antes. En el banquillo, Rick Carlisle, veterano de mil batallas, ganador con Dallas en 2011 y aprendiz en Indiana décadas atrás, empezó a perfilar los planos de una nueva casa. Sin aspavientos, Carlisle tejió un sistema donde la velocidad era un dogma y el movimiento una obligación. Los Pacers dejaron de caminar: empezaron a volar. Cada rebote defensivo se convirtió en una oportunidad para correr; cada robo, en un pase adelantado; cada balón suelto, en un tiro rápido. En ataque, el balón rara vez se quedaba quieto más de dos segundos: los pases fluían como una cadena perfectamente engrasada, buscando siempre la mejor opción. En defensa, el esfuerzo colectivo suplía las carencias individuales: no era una muralla, era una tela de araña, una trampa que te hacía pensar que había espacio donde en realidad solo había peligro.

Poco a poco, los Pacers dejaron de parecer un equipo en reconstrucción y se transformaron en un bloque reconocible, con un estilo claro. Convertirse en un equipo que juega con el corazón en la garganta. La llegada de Pascal Siakam en el tramo final de la pasada temporada fue el toque de experiencia que faltaba: un jugador que sabía lo que era ganar, pero con una carrera desde lo más bajo que encajaba perfectamente con la esencia de Indiana.

Hoy, estos Pacers son rápidos, audaces y están hambrientos. No son perfectos, pero tienen algo que hace tiempo no se veía en Indianápolis: identidad. Después de años de buscarse, Indiana ha encontrado de nuevo su latido. Y lo hace al ritmo que más le gusta: a más de 120 veinte pulsaciones por minuto.

Pisar a fondo, la única manera de soñar

Indianápolis ha esperado un cuarto de siglo para volver a sentir este cosquilleo. Ahora, con cada pase de Haliburton, cada tiro de Siakam y cada defensa desbocada de Nembhard o Neshmith, los Pacers no solo compiten, sino que dominan. Después de una temporada que no empezó como esperaban, los de Carlisle han redirigido el rumbo tomando cada curva con audacia, sorteado cada bache con solidez y encontrando el ritmo perfecto para pisar a fondo cuando más hacía falta.

La temporada 2024-25 no es solo una campaña para la historia, es la confirmación de un proyecto que llevaba siempre el apellido de “sorpresa” a sus espaldas. El año pasado para muchos ya habían tocado su techo llegando a las Finales del Este siendo una grata sorpresa, pero muchos dudaban de que fueran capaces de repetir la hazaña. No solo han igualado la apuesta, la han superado.

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50 victorias, 32 derrotas y un cuarto puesto en el Este sellaron su camino en unos Playoffs en los que Celtics, vigentes campeones, y Cavs, mejor equipo de su conferencia, partían como favoritos en la carrera de fondo.  Pero en Indianápolis, de carreras saben algo. Los Pacers han sido una estampida en esta postemporada, con una media de 117.4 puntos por partido en playoffs y un 40% en triples.

Los Pacers pasaron de ser una bonita anécdota a un huracán. Dejaron atrás a los Bucks en cinco partidos en primera ronda y tumbaron a los Cavaliers, primeros del Este, también en cinco encuentros, jugando con una sensación de superioridad aplastante. Y, así, como si la cosa no fuera con ellos, se volvieron a plantar en las Finales del Este por segundo año consecutivo. Una vez puede ser casualidad, dos ya es coincidencia. Delante unos New York Knicks que venían de fulminar a los Celtics y que volvían a pisar las Finales de Conferencia por primera vez desde el año 2000, cuando se enfrentaron, justamente, a los Pacers de Reggie Miller.

Era el momento de la verdad, en juego el pase a unas Finales que desprendían olor a nostalgia y que venían bajo la necesidad romper con 25 años de caídas y falsas esperanzas, y no defraudaron. Posiblemente haya sido la mejor serie de todos estos playoffs.

Indiana robó el Game 1 en un partido completamente demencial, que bien podría servir de ejemplo perfecto para cualquiera que todavía no conozca a los Pacers. A falta de 3 minutos perdían de 14 puntos. A falta de 1 minuto perdían de 9. Y entonces, se consagró lo imposible. Neshmith se encargó con una racha de tiro impresionante de reducir la distancia y, con dos abajo, Haliburton forzó la prórroga con un tiro que se quedará grabado en la memoria de la gente para siempre.

La serie se alargó hasta seis partidos en los que, a pesar de intentarlo hasta el final, los Knicks no consiguieron sentirse cómodos sobre el parquet. Indiana impuso su ritmo y, por eso, podemos decir que este equipo es mucho más que estadísticas y cifras. Son identidad. El reflejo de una ciudad, de su gente, de su historia. En Indiana, la velocidad no es baladí: es una manera de vivir. Carlisle ha conseguido dar vida a una máquina pensada para correr, para compartir, para nunca rendirse.

Ahora, con las NBA Finals a la vista y con los Thunder esperando como el gran reto final, los Pacers no son solo un equipo que compite por un anillo más: son la prueba de que el baloncesto en Indiana late a otro ritmo, una recompensa para aquellos que mantuvieron el sueño vivo a pesar de todo. Porque estos Pacers han devuelto la fe a una ciudad enseñando que, a veces, no necesitas ser favorito: necesitas quererlo más y pisar a fondo el acelerador. Ir a todo gas.

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