Habían pasado ya varios días desde que Israel les leyera la primera mitad del artículo de los unicornios a sus hijos. Entre tanto, la tediosa rutina había hecho de las suyas: colegio, deberes, entrenamientos, cenas rápidas y alguna que otra protesta por irse demasiado pronto a la cama. Nada fuera de lo normal en la predecible vida infantil.

Son las 10:30 de la mañana del sábado y la cancha de “Los Pitufos” está aún tranquila, pero no tardará demasiado en convertirse en un pequeño hervidero de padres y niños, pues hoy es día de partido.

Pasa un rato y la gente va llegando. Mientras David se ata las zapatillas en el banquillo preparándose para iniciar la habitual rueda de calentamiento, Israel y Adrián se disponen a irse a tomar algo al bar de enfrente para matar el rato hasta que comience el partido, pero justo cuando abandonan la grada, el pequeño se detiene en seco.

Papá —dice sin apartar la vista del balón que botan al fondo—. ¿Por qué no nos quedamos a ver también el calentamiento?

¿Sí? ¿Y eso? ¿No vas a decirme luego que te aburres?

— No creo. Quiero verlo todo bien porque estoy pensando en dedicarle más tiempo al baloncesto— afirma con gesto pensativo mientras observa la cancha de lejos.

Israel se le queda mirando con una ceja arqueada.

¿Desde cuándo ese interés?

— Desde que escuché la historia aquella de los unicornios— responde Adrián muy serio, como si aquello lo explicara todo— pero bueno, como aún no nos has contado cómo acaba, no he terminado de decidirme.

Israel suelta una sonora carcajada.

¿O sea que te vas a apuntar a baloncesto dependiendo de cómo termine el artículo? — interroga mientras se agacha con gesto mitad sonriente mitad incrédulo— pero si no es realmente una historia como tal, simplemente habla de jugadores especiales.

Exactamente —afirma con los brazos cruzados y cara de póker—. Si los que quedan son tan chulos como los otros cinco, a lo mejor merece la pena jugar para parecerse a alguno, pero habrá que verlo... Seguro que hay alguno más guay que los que ya hemos visto— responde con gesto solemne.

Vale, trato hecho —asiente Israel sin poder encontrar fallas en su lógica— Vamos pues a ver el partido y luego retomamos la historia con David.

Israel no puede evitar revolverle el pelo con una sonrisa antes de volver a buscar sitio en las gradas. Encuentran dos asientos libres justo en la esquina del campo, cerca del banquillo rival, y desde allí ven cómo David entraba en la pista con cara de concentración máxima, como si fuera a debutar en la NBA. Adrián no le quita ojo de encima. Observa cada bote, cada pase, cada intento de entrada a canasta con una mezcla de curiosidad y asombro. Aplaude cuando su hermano lo hace bien, arruga la nariz cuando falla, y hasta se pone de puntillas cuando alguien más alto se cruza en su campo de visión.

¿Y ese número 7? —pregunta en voz baja a su padre señalando a un chico espigado que metía canastas sin parar—. ¿Ese también es un unicornio?

Todavía no, pero quién sabe —responde Israel con una sonrisa— con esfuerzo, suerte y un poquito de magia, cualquiera puede serlo.

El partido termina con victoria ajustada de Los Pitufos. David sale del vestuario sudando y con cara de héroe cansado. Al verlos, levanta el pulgar y se deja caer sobre el banco exterior como si acabara de escalar una montaña.

¿Habéis visto mi pase sin mirar? —pregunta recuperando el aliento— me ha salido como a los del vídeo aquel, el del señor del gancho.

Skyhook —corrige Adrián automáticamente con tono experto.

Israel suelta una carcajada mientras rodea a ambos con el brazo.

Venga, íbamos a ir a casa a preparar la comida, pero hoy estoy muy contento y además habéis ganado así que, ¿Qué os parece si nos vamos a comer al McDonald’s?

Ambos se levantan de un salto exclamando al unísono.

— ¡Siiii!

¡Perfecto! Así después de comer, mientras tomáis unos helados y yo un buen café, seguiremos con la historia de los unicornios desde el portátil que, casualmente me he traído.

[Tres menús después en la terraza del búrguer con unos helados y un café alrededor del ordenador...]

Bueno, colegas, ¿dónde lo habíamos dejado la última vez? —pregunta Israel mientras escudriña buscando el artículo.

En el que robaba a los ricos para dárselo a los pobres— exclama David riendo

Vale, ya está, después de Dirk Nowitzki ha llegado el momento de hablaros de uno que, a mí sinceramente, siempre me ha fascinado. Se llama Kevin Durant, y en el artículo Iván se refiere a él como...

“EL SEGADOR”

¿El qué? —pregunta Adrián, arrugando la nariz.

El Segador —repite Israel con voz solemne— ya sabes, esa figura con túnica negra y una guadaña al hombro que aparece en las películas cuando alguien está a punto de morir. 

[David abre mucho los ojos]

Pero... ¿ese jugaba al baloncesto?

No exactamente —sonríe Israel— pero Kevin Durant se parecía un poco a ese personaje. Era muy alto, de constitución extremadamente delgada, tenía unos brazos larguísimos, y cuando cogía el balón, simplemente sabías que algo malo iba a pasarle al rival. Tenía esa misma presencia, o como dicen ahora: esa aura. Sutil, elegante, implacable. Casi como si la canasta fuera un destino ineludible para todas y cada una de sus acciones.

¿Era tan bueno? —pregunta Adrián.

¿Bueno? Para mí era el jugador ofensivo perfecto. Probablemente el mejor anotador que he visto en mi vida. Era tan alto como un pívot, pero con la agilidad de un alero. Podía lanzar desde cualquier sitio, sin apenas esfuerzo, como si no le costara nada armar el brazo. Y lo peor, o lo mejor, según se mire, es que ejecutaba su lanzamiento desde tan arriba y con tanta rapidez que no había forma de taponarlo. Nadie era capaz de interponerse entre sus lanzamientos y el aro. Era como intentar detener una tormenta con las manos. 

—¿Y ganó muchas cosas?

—Ganó mucho, si. Fue campeón varias veces, fue MVP, fue medalla de oro olímpica otras tantas veces... Pero más allá de eso, era una auténtica pesadilla para las defensas. Le ponías a alguien rápido, le posteaba. Le ponías a alguien alto, le superaba por velocidad botando. Le ponías dos... y les metía un triple en la cara a los dos. Como si nada. Por eso Iván le llamó “El Segador”: porque parecía que iba por la pista segando esperanzas, sin perder nunca la calma ni lo más mínimo ni temer a nadie. Además, tenía una insultante facilidad para anotar tiros decisivos en los momentos finales de los partidos más apretados. La palabra “presión” no existía en su diccionario.

—Pues ese sí que da miedo —dice Adrián, impresionado.

Y eso que no te he contado nada de su personalidad, que era bastante complicada… pero eso lo dejaremos para otro artículo. En este, nos quedamos con su talento: un unicornio totalmente diferente de lo visto hasta la fecha. Hemos visto algunos hombres altos capaces de hacer cosas inverosímiles en relación con su tamaño, pero hasta ahora jamás habíamos visto a una ametralladora hecha jugador de baloncesto. La mejor palabra para definir a este fenómeno y su arsenal ofensivo es: INEVITABLE

¿Hay vídeo de él? —Interroga Adrián— me cuesta creer que fuera tan bueno

Fue no, es —aclara Israel— porque hoy en día, aun juega, aunque ya no es tan exageradamente bueno como hace años. ¡Por supuesto que hay vídeo! ¡vamos allá!


¿Qué? ¿Era tan bueno o no? —sonríe Israel mientras disfruta de las últimas canastas de Durant

¡Buaah! ¡Vaya pasada! No he visto nunca a nadie tirar así —exclama David— no me extraña que los llamen unicornios.

Pues fíjate qué curioso, el que acabamos de ver y el siguiente están relacionados para siempre porque entre ambos surgió el apodo en cuestión, Vamos a ver... ¡aquí está! Vamos con:

“EL PRIMERO DE SU NOMBRE”

¿Eso no suena a película de caballeros medievales? —pregunta Adrián extrañado.

—Algo así —responde Israel sonriendo— el título hace referencia a que fue el primero al que se le denomino “unicornio” en toda la historia del baloncesto. Y lo mejor de todo es que ese apodo no se lo puso cualquiera… sino Kevin Durant.

¿Durant? ¿El del capítulo anterior? —pregunta Adrián, abriendo los ojos como platos.
El mismo. Después de jugar contra él por primera vez, dijo: “Puede tirar, puede hacer las jugadas correctas, puede defender, es un 7-pies que puede tirar hasta la línea de tres puntos. Eso es raro. Y taponar tiros... eso es como un unicornio en esta liga”.

¿Y cómo se llama?
Kristaps Porzingis —responde Israel con media sonrisa— un letón larguísimo. Sacado de un experimento futurista que llegó para revolucionar la liga... y también a uno de los equipos más exigentes y complicados: los New York Knicks.

¿Y triunfó allí? —pregunta David, intrigado.
Al principio nadie apostaba por él, ni siquiera los propios aficionados del equipo. ¿Sabéis qué pasó cuando lo eligieron en el Draft? Había un niño en las gradas, con una gorra de los Knicks, que se echó a llorar como si le hubieran dado la peor noticia del mundo. ¡Y eso que Porzingis tenía solo 19 años y aún no había jugado ni un minuto en la NBA!

¿Tanto miedo daba?
—Más bien, nadie le conocía. Venía de jugar en España, era muy delgado, y muchos pensaban que iba a ser un desastre. Pero en cuanto empezó a jugar todo cambió. Su estilo de juego agresivo y poco especulativo pronto enamoró a uno de los públicos más complicados de la NBA. Empezó a meter triples, a poner tapones, a hacer mates estratosféricos por encima de cuantos rivales intentaban detenerlo. Aquel mismo niño que lloraba por su elección, años después dijo que era su jugador favorito y que quería que volviera cuando ya se había ido a otro equipo.

¡Qué historia! —exclama Adrián— o sea, que les cerró la boca a todos.
Uno por uno —asiente Israel— y lo hizo sin decir casi nada, simplemente jugando. Por eso Iván le llama “El Primero de su Nombre”: fue el primero al que se conoció como “unicornio”, y el primero en demostrar que un tipo de más de 2,20m de altura podía moverse como un alero y tirar como un escolta. No tenía la carrera más estable de todas, eso es verdad, pero sí abrió una puerta que ya no se cerraría jamás. Al final, el tiempo fue justo con él y consiguió ganar un campeonato, aunque en otro equipo.

Pues si a ese le lloraban antes de jugar... ¿a los demás también los criticaban?—pregunta Adrián.
A todos —responde Israel con una sonrisa resignada— en el deporte, como en la vida, el juicio siempre llega antes que la comprensión. Pero lo importante no es lo que piensen al principio… sino lo que haces tú para cambiarlo.

¿Aún juega verdad?

Pues claro que todavía juega — responde Israel mientras busca en otra pestaña del navegador— apenas tiene 30 años y ahora es un jugador más maduro, por lo que ha perdido parte de aquella explosividad que le hizo ser un fenómeno nunca antes visto... dadme un minuto y os pongo vídeo de sus mejores hazañas como novato recién llegado. ¡Ah, aquí lo tenemos! ¡Dentro vídeo del primer unicornio!


—¡Increíble! — Exclama Adrián— ¡Qué manera de moverse con esa altura! 

Pues aunque no te lo creas, no fue el primer jugador de más de 2,20 metros que se movía como una gacela— aclara mientras busca de nuevo en la pantalla— para hablar del primer “gigante ágil” nos tenemos que ir unos cuantos años atrás. ¡Oh, aquí está! 

¡Eh! Este no es tan moderno como los otros, ¿no? —pregunta Adrián, mirando una imagen de bastante mala calidad en la pantalla del ordenador.

No, este es de los años 80. Llegó a la NBA hace casi 40 años.  Pero no os dejéis engañar por eso— responde Israel, girando la pantalla hacia ellos— hoy vamos a hablar de uno de los unicornios más antiguos… aunque en su época, nadie usaba ese término. A este, Iván lo bautizó como:

"EL COLOSO DE HOUSTON"

¿Y cómo se llamaba?

Ralph Sampson. Un gigante de 2,24 metros que, antes de llegar a la NBA, ya era una leyenda. Ganó tres veces seguidas el prestigioso premio Naismith al mejor jugador universitario. Solo otro hombre, Bill Walton, lo había conseguido antes que él. Pero lo más impactante no era solo su tamaño… sino cómo se movía.

¿También botaba el balón y tiraba triples?

Lo del triple no era tan habitual en aquella época, hijo —matiza Israel— pero sí, botaba con una habilidad inusual en alguien de su altura, tenía un toque suave desde media distancia, pasaba con inteligencia y podía defender casi en cualquier sitio de la pista. Era como si hubieran estirado a un jugador exterior hasta los 2,24. Tenéis que entender que, en aquel tiempo los jugadores altos casi no botaban el balón ni lanzaban desde mucho más lejos que un par de metros del aro. Su misión se limitaba a luchar en la zona a empujones, tanto en ataque como en defensa, por lo que Ralph Sampson causó un impacto tremendo.

—¡Madre mía!

Por eso cuando llegó a la NBA, todo el mundo hablaba de él como el futuro del baloncesto. Jugaba en los Houston Rockets y, poco después, le pusieron al lado a otro gigante, Hakeem Olajuwon. Juntos formaron las primeras "Torres Gemelas" del baloncesto. Parecían sacados de una película de ciencia ficción.

¿Ganaron mucho juntos?

—Se quedaron muy cerca. En 1986 eliminaron a los poderosísimos Lakers de Magic, Kareem y compañía en unas Finales de conferencia legendarias. ¿Sabéis cómo acabó esa serie?

—¿Con una canasta suya? —pregunta emocionado David

¡Exacto! — Confirma emocionado mientras busca en la pantalla— Ralph atrapó un pase muy bombeado, se giró en el aire y metió el tiro de la victoria a falta de un segundo. Fue un gran momento de la historia. Los Rockets llegaron a las Finales de la NBA ese año, pero ahí ya no les dio para ganar. ¡Mirad, aquí lo tengo!


—¡Vaya canasta!
—exclaman a la vez— ¿y qué pasó después?

Lamentablemente, cuando eres tan alto tienes muchas más posibilidades que los demás de lesionarte, y Sampson no fue una excepción. Primero sus rodillas, luego sus pies… muchos contratiempos que no le permitieron tener la carrera que merecía. Pero lo que hizo mientras estuvo sano fue suficiente como para que nadie que lo hubiera visto jugar fuera capaz de olvidarle. Incluso hoy, muchos le consideran el primer “unicornio sin nombre”.

—¿Cómo que sin nombre?

—Claro, porque cuando él jugaba, todavía no se usaba esa palabra. Pero estoy seguro de que, si Kevin Durant lo hubiera visto en acción, seguro que también le habría llamado así.

Vaya historia… —murmura Adrián— o sea que más o menos fue el primero de todos ¿no?

Podría decirse que si —asiente Israel, orgulloso de su audiencia— fue un pionero. Demostró que un tipo enorme podía hacer muchas más cosas que machacar. Y aunque su luz se apagó antes de tiempo, dejó una huella gigante. A veces, ser el primero no significa ser el más famoso, pero sí el que pone la primera piedra para que los demás construyan después.

Me gusta mucho este —afirma Adrián— su historia es bonita, aunque triste.

Pues para no terminar con tristeza, dejadme que os busque un vídeo espectacular. Vais a alucinar con cómo se movía para alguien de su tamaño. Para que os hagáis una idea de lo formidable que era, es el jugador más alto de la historia que ha participado en un concurso de mates.  “¡Abrid bien los ojos… que lo que vais a ver no se parece a nada de lo que habéis visto antes! Bienvenidos al mundo de Ralph Sampson… el coloso de Houston.”


—¿Qué os parece? ¿Increíble verdad?

—Las imágenes son como de una película antigua de esas de dinosaurios que se mueven muy despacio. Es gracioso— Comenta David

Pues hablando de antigüedad...aunque el siguiente unicornio es bastante reciente, el nombre que le pone Iván en el artículo es precisamente evocador de la antigüedad —explica Israel mientras desciende por el texto— bien, aquí tenemos al penúltimo unicornio, pero antes, necesito un redoble...

[David comienza a imitar un redoble de tambor golpeando la mesa magistralmente con las manos mientras Adrián se prepara para el golpe final de unos imaginarios platillos.]

¡Tachán! Con todos ustedes, Giannis Antetokounmpo:

"EL TITÁN DE SEPOLIA"

¿Sepolia? ¿Eso dónde está?

Es un barrio humilde de Atenas. Allí creció Giannis, un chaval hijo de inmigrantes nigerianos que huyeron de su país para buscar un futuro mejor y que apenas tenían para comer. Él y sus cuatro hermanos, vendían gafas de sol, CD’s y relojes por la calle para ayudar a su familia a sobrevivir. Dormían todos en un apartamento diminuto y, muchas veces, pasaban hambre. Sin acceso a lujos ni recursos, Giannis encontró en el baloncesto una vía de escape, comenzando a jugar a los 13 años en un pequeño club local, el  Filathlitikos. Eran tan pobres, que incluso había partidos en los que no podía jugar porque su hermano se había llevado las zapatillas. un talento innato y una ética de trabajo incansable, forjada en la adversidad, lo llevaron de las canchas de barrio a ser descubierto por ojeadores, dando inicio a una trayectoria que lo convertiría en una leyenda de la NBA.

¡Buaah! Eso si que es una historia increíble— exclama Adrián— ¿Y cómo llegó a la NBA?

Pues casi de milagro. Cuando lo escogieron en el año 2013, apenas pesaba 86 kilos y medía algo menos de 2,10… y lo único que tenía claro era que estaba allí paratrabajar y esforzarse más que nadie. En cuanto llegó a Milwaukee, su cuerpo empezó a cambiar a una velocidad increíble. Sus hombros se ensancharon, sus piernas se hicieron más potentes, su tren superior se convirtió en una armadura. Sin dejar de entrenar, pasó de ser un chaval espigado a una especie de fuerza de la naturaleza.

—¿Como un superhéroe?

—Tal cual. Imaginaos esto: puede cruzar la cancha entera en apenas cuatro zancadas. Tiene unas manos tan grandes como la cabeza de Adrián. Sus brazos son larguísimos, como tentáculos, y es capaz de cambiar de dirección en carrera como si no midiera más de 1,90. Salta, cae, gira, acelera… y siempre parece tener un paso más que los demás. Hay veces que crees que va a perder el equilibrio, y entonces da un paso y está ya machacando el aro.

—¿Y tira triples?

—No es su punto fuerte pero no lo necesita, porque domina a base de potencia, agilidad y determinación. Cuando entra en la zona, la defensa entera tiembla. Es como ver a un animal salvaje en estampida. ¿Y lo más bestia? Que hace todo eso con la misma motivación del primer día.

—Entonces sí que es un unicornio, aunque diferente a los demás— aclara Adrián

—Exacto. No es un unicornio por lo que hace con el balón… sino por cómo lo hace todo. Porque alguien de su tamaño no debería moverse así. Porque no es normal tener esa aceleración, esa potencia ese control corporal, esa coordinación en un cuerpo tan largo, tan pesado y a la vez veloz. Es como si un experimento secreto de mutación genética hubi era tenido éxito.

—¿Y también ha ganado campeonatos? —pregunta David

— En 2021 llevó a los Milwaukee Bucks a ganar el campeonato. Además, fue dos veces mejor jugador de la liga, también fue mejor jugador de las finales y muchos otros reconocimientos más. Es más, su carrera aún no ha terminado ni mucho menos, pues continúa dándolo todo día a día. Creo que, como dice Iván en el artículo, la mayor grandeza de Giannis, reside en que lleva luchando con la misma fuerza interior desde que vendía gafas y CD´s hasta ahora que gana millones. Por eso es un ejemplo. Porque demostró que no hace falta tener un talento exquisito cuando tienes una ética de trabajo salvaje. A Giannis lo creó el hambre y luego lo perfeccionó el gimnasio, hasta convertirlo en la bestia que aun hoy en día es.

—Vaya historia…supongo que por eso lo de “Titán” ¿No? —pregunta Adrián

Exacto —asiente Israel— los titanes eran seres colosales de la mitología griega, anteriores incluso a los dioses del Olimpo. Fuerzas primigenias que representaban la tierra, el cielo, la lucha constante. Y Giannis, nacido en Grecia, con ese cuerpo imponente y esa voluntad indestructible, parece uno de ellos. No solo por su físico, sino por la forma en la que afronta cada batalla como si fuera la última. Por eso, en el artículo lo llama "El Titán de Sepolia".

—Me encanta ese nombre —asiente con la cabeza David— creo que ya tengo mi unicornio favorito.

—Pues espera a verlo en acción. Aquí tenéis un vídeo con algunas de sus jugadas más salvajes. Fijaos cómo corre, cómo vuela, cómo devora el parque como si tuviera el mundo a sus pies. Esto no es solo talento... es voluntad con músculos.


—Pues a mí este es el que más me gusta —sentencia David

Pues yo creo que el Coloso podría ganarle —replica Adrián

¡Tranquilos, caballeretes! —exclama Israel con una gran sonrisa— que ya os habéis decidido y aún no habéis visto al último.

¡A ver!

—¿Y este? ¿De verdad existe? —pregunta Adrián, con los ojos como platos mientras observa en la pantalla a un jugador gigante al lado de uno de talla “más normal”.

Si señor, si que existe, aunque muchos todavía no terminan de creérselo —responde Israel, sin apartar la vista de la foto— se llama Victor Wembanyama… pero en el artículo Iván lo bautizó como:

"EL FACTOR OMEGA”

¿Por qué Omega?

—Porque es la última letra del alfabeto griego. Representa el final, la culminación. Y eso es “Wemby”: el punto final de una evolución que empezó hace más de 40 años. El broche. El jugador que desafía las leyes de la física y la lógica. El unicornio definitivo.

¿Qué hace exactamente?

—Mejor sería preguntarse qué no hace. Mide 2,23 metros sin zapatillas. Tiene la envergadura de una criatura mitológica. Lanza como un alero. Bota como un escolta, llega tan arriba como quiere. Y lo hace todo con una coordinación que no tiene ningún tipo de sentido. Es como si alguien hubiera mezclado a Kevin Durant, Rudy Gobert y Scottie Pippen… y hubiera creado algo completamente nuevo.

—¿Y ya es bueno?

—Más que bueno. En su primera temporada fue elegido Rookie del Año por unanimidad. También formó parte del Mejor Quinteto Defensivo de la NBA, algo increíble para un novato. En ataque aún está en fase de aprendizaje, pero cada semana hace algo que nadie esperaba ver jamás. Cada partido es un nuevo capítulo de un libro que nadie ha escrito antes. Parece salido de un cómic de ciencia ficción. Como si alguien hubiera abierto una grieta en el multiverso… y por ella hubiera salido él.

—¡Qué fuerte! ¿Y cuántos años tiene?

—Solo 20. Y ya es el jugador más inverosímil que hemos visto nunca. No hay precedente. No hay comparación. Por eso Iván le llama “El Factor Omega”: porque no es la evolución de nada. Es la reescritura total del baloncesto. El último unicornio… o quizá el primero de una nueva especie.

—Entonces… ¿es el mejor?

—No. Aún no. Pero si el mundo no se detiene, si su cuerpo y la suerte le acompañan y continúa con la misma ética de trabajo y humildad que ha mostrado hasta ahora… dentro de diez años quizá no haya discusión. Victor Wembanyama no es el futuro del baloncesto. Es su destino.

— ¡Uau…! Me da un poco de miedo —exclama Adrián

Es como los grandes fenómenos naturales. Como los eclipses o los volcanes. Solo te queda mirar y dejarte llevar. Así que no me voy a enrollar más y os voy a buscar el vídeo que seguro que estáis deseando ver. Cuando termine, volved a decirme si esto os parece humano...


[El vídeo termina. Un silencio reverencial inunda la habitación. Israel mira a sus hijos con media sonrisa, sabiendo lo que va a pasar.]

Vale… —dice David con una mezcla de admiración y resignación— cambio de opinión. Me pido a Wembanyama.
—¡Eh, no! ¡Yo lo vi primero! ¡Wemby es mío! —replica Adrián, cruzándose de brazos.
Chicos, chicos… calma —Israel se pone en medio como un árbitro veterano— Esto no se soluciona a gritos. Ya que Adrián ha decidido recientemente que le gusta el baloncesto… ¿qué mejor forma de resolverlo que en un uno contra uno?
¡Sí! —gritan los dos a la vez, lanzándose al coche en busca de la pelota.

[Israel los observa irse a toda velocidad, riendo. Se queda solo unos segundos, mirando la pantalla donde Wemby sigue en pausa, con el brazo extendido a punto de realizar un mate casi medio metro por encima de su defensor]

El futuro está en buenas manos —murmura mientras pliega la pantalla del ordenador antes de conducir en dirección a la cancha para mediar en la inminente batalla fraternal por el unicornio definitivo.

Y así, entre risas, recuerdos y sueños imposibles, terminaba aquella tarde de unicornios. O quizá empezaba algo mucho más grande. Porque las grandes historias no siempre terminan con un punto final. A veces, lo hacen con una pelota botando en una cancha. Y si alguna vez dudáis de que la magia existe, solo recordad aquellos nombres imposibles, aquellas siluetas irreales, aquellas acciones de otro planeta, y sobre todo, esas dos voces discutiendo con pasión infantil por quién sería él. Ellos no lo sabían, pero aquel fue el día en que los sueños cambiaron de generación.