El trueno es un sonido extraño. No se ve, no se toca, pero se siente. Retumba en el pecho como una llamada antigua, un recordatorio de que, incluso después del silencio más largo, la tormenta siempre regresa. Así es como suena Oklahoma City en estos días de finales de mayo de 2025: como un rugido contenido que llevaba demasiado tiempo guardado bajo tierra, como un lamento de años convertido en un grito de euforia colectiva. El Paycom Center vibra, las calles de la ciudad se tiñen de azul eléctrico y el cielo de las Grandes Llanuras parece cargado de una energía a punto de estallar. Ahora ya es oficial. Los Thunder han vuelto. Están en las Finales de la NBA.
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Han pasado trece años desde que esta franquicia, joven y audaz, rozó la gloria en 2012. Trece años de ausencias, de reconstrucciones, de partidas dolorosas, de sueños rotos y promesas incumplidas. Trece años en los que la ciudad se aferró a un recuerdo como quien guarda una fotografía en el fondo de un cajón o el que se aferra al perfil de una ex en Instagram. Sea como sea, ahora, esa foto se ha vuelto a colorear. El trueno retumba de nuevo, y no es un eco lejano: es presente, el aquí y el ahora. Pero también es futuro: son el equipo más joven en disputar unas Finales de la NBA en 50 años.
Para entender lo que esto significa, para saborear de verdad el estruendo que sacude hoy Oklahoma City, hay que viajar al principio. A los días en que este equipo ni siquiera existía en este Estado, cuando el trueno tenía otro nombre y otras raíces, a más de 3.000 kilómetros de distancia. Hay que empezar por Seattle.
Génesis: antes del trueno, la lluvia de Seatlle
Antes de ser Thunder, fueron Supersonics. Antes de ser una franquicia de baloncesto en mitad de los Estados Unidos, fueron una melodía verde y dorada que acompañó a toda una generación de aficionados. Seattle no era solo una franquicia: era un hogar para el baloncesto, un refugio donde cada noche el KeyArena se iluminaba al ritmo de nombres como Gus Williams, Dennis Johnson, Jack Sikma, Shawn Kemp o Gary Payton. Una ciudad donde el sonido del balón sobre el parquet se mezclaba con la lluvia golpeando los ventanales, donde los mates de "Reign Man" encendían un grito colectivo que se escuchaba más allá de la Bahía de Puget.
En 1979, los Sonics levantaron el trofeo Larry O’Brien, y durante años, el baloncesto se convirtió en una seña de identidad de Seattle, tan propia como el aroma del café o las guitarras de la escena grunge. Era una ciudad orgullosa y apasionada que entendía que el deporte era más que entretenimiento: era cultura, comunidad y herencia.
Pero las raíces también pueden ser arrancadas de cuajo. El tiempo, el dinero, la política… Todo se fue enredando hasta formar un nudo imposible. Las negociaciones para un nuevo pabellón se estancaron, las promesas se marchitaron, y un día, la noticia cayó como un rayo sobre ellos: los Sonics se esfumaban.
Clay Bennett, empresario de Oklahoma, había comprado la franquicia en 2006 con la promesa, aún fresca, de mantenerla en Seattle. Dos años más tarde, esa promesa se convirtió en humo. En 2008, los Supersonics dejaron de ser, y con ellos, Seattle perdió algo más que un equipo: perdió parte de su alma.
La NBA, mientras tanto, miraba hacia otro lugar del mapa, hacia una ciudad pequeña, moldeada por el viento, donde la vida giraba en torno a las llanuras infinitas y el polvo en el horizonte. Oklahoma City recibió a la franquicia como se recibe a un forastero esperado: con los brazos abiertos, pero sin saber muy bien qué significaba tener un equipo propio.
Aquella primera temporada, con un Kevin Durant aún en su segundo año, fue el inicio de algo que nadie podía prever. En la cancha, los colores cambiaron, pero en las gradas aún quedaba el eco de las voces que habían animado a los Sonics. Ese se azul tan único sustituyó al histórico verde y dorado poco a poco. Así es la vida: a veces lo que es tragedia para unos es esperanza para otros. Y mientras en Seattle se apagaban las luces, en Oklahoma City se encendía una nueva ilusión.
El Big Three que soñó con la eternidad
Hubo un tiempo en que Oklahoma City parecía tener en sus manos el futuro de la NBA. Era un instante fugaz, pero en él coincidieron tres fuerzas que, juntas, parecían destinadas a dominarlo todo. Kevin Durant, Russell Westbrook, James Harden. Tres nombres, tres estilos, tres espíritus que se entrelazaron como si la propia historia hubiera conspirado para reunirlos. Durant era el tirador etéreo, un artista de líneas elegantes y letales, un escultor de jugadas imposibles. Westbrook, el fuego hecho carne, un torbellino imparable que jugaba como si cada posesión fuera la última de su vida. Harden, aún con la barba a medio hacer, era el mago de las pausas, el genio del engaño y el step-back.
Juntos parecían una tormenta perfecta, una sinfonía de talento crudo y hambre desmedida, una combinación que prometía asaltar la eternidad. En 2012, con apenas 23 años de media entre los tres, alcanzaron las Finales de la NBA. Era como si el tiempo no aplicara para ellos, como si hubieran encontrado una puerta secreta hacia el éxito. Barrer a los Mavericks campeones, tumbar a los Lakers de Kobe y Pau, superar a los veteranos Spurs… cada paso era un escalón más hacia la gloria. Frente a ellos, en las Finales, esperaba el otro Big Three: LeBron James, Dwyane Wade y Chris Bosh. La batalla era inevitable. Oklahoma parecía vivir su propio cuento de hadas, y la ciudad entera se entregó al vértigo de la posibilidad.
Ganaron el primer partido. Durant voló, Westbrook rugió, Harden iluminó desde el banquillo. El Paycom Center temblaba y la ciudad creía en los sueños. Pero la euforia no tardó en desvanecerse. Miami ajustó, endureció el juego, y la juventud de Oklahoma mostró sus grietas. Cuatro derrotas consecutivas pusieron fin al sueño, y el anillo se evaporó entre los dedos. Aun así, nadie pensó que era el final: era solo el principio.
Pero la tormenta no siempre respeta las predicciones. Apenas unos meses después, Harden fue traspasado a Houston, un movimiento que parecía solo una decisión de negocio, pero que partió el futuro en dos. Durant y Westbrook siguieron intentándolo, pero el equilibrio se había roto. El destino que parecía escrito se deshizo como arena. Durant se marchó a Golden State, Harden se coronó MVP en Houston y Westbrook batió récords en soledad en Oklahoma, aferrado al sueño de lo que pudo ser. Porque la tormenta perfecta, a veces, solo ocurre una vez en la vida, y la de Durant, Westbrook y Harden fue un milagro que se desvaneció antes de tiempo.
El regreso al paraíso desde lo más bajo
El verano de 2019 marcó el punto de no retorno. Russell Westbrook, el corazón de la franquicia, fue traspasado a Houston. Paul George, la estrella llegada para intentar reflotar el proyecto, puso rumbo a Los Ángeles para hacer dúo con Kawhi Leonard. Un traspaso que dejaba a corto plazo un desierto en Oklahoma, pero que ahora, tras lo acontecido, será recordado como uno de los peores intercambios de la historia de la NBA para los Clippers.
Pero en aquel momento, las salidas no solo vaciaron el vestuario: dejaron a la ciudad entera frente a un espejo. El imperio estaba en ruinas, y todo lo que quedaba ahora pasaba por una palabra: reconstrucción.
En ese abismo, Sam Presti se convirtió en una figura casi mitológica. El arquitecto silencioso, el hombre de los traspasos imposibles que acumuló selecciones del draft como un granjero que planta semillas sin saber cuándo florecerán. Mientras la liga miraba hacia otro lado, Presti guardaba sus picks como quien guarda monedas de oro bajo el colchón, esperando el momento adecuado para gastarlas y ha acabado reconstruyendo, ladrillo a ladrillo, un muro infranqueable desde cero.
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La espera fue larga, salpicada de derrotas y noches grises, pero también de destellos: la llegada de Shai Gilgeous-Alexander, un talento que parecía forjado en seda y acero; el acierto con Jalen Williams en el draft, una joya sin pulir que se convirtió en el escudero perfecto; y la apuesta arriesgada por Chet Holmgren, ese pívot de huesos de cristal y pelo revuelto. Cada uno era una pieza suelta que moldear, pero todas juntas empezaban dar forma al mapa del tesoro de Presti.
El tiempo, que suele devorar a los impacientes, fue el gran aliado del General Manager. Porque el tiempo es el elemento más invisible del baloncesto, pero también el más poderoso. Oklahoma City entendió que la paciencia no es resignación: es una estrategia. Cada traspaso, cada pick y cada derrota eran una inversión en un mañana que, poco a poco, comenzaba a tomar forma.
El resurgir del trueno
En los anales de la historia de los Oklahoma City Thunder, la temporada 2024-2025 se alzará como un monumento al triunfo, un testimonio vivo de cómo la paciencia, la visión y el talento pueden converger para forjar una de las campañas más brillantes en la historia de la NBA. La incorporación de Alex Caruso, adquirido en un intercambio por Josh Giddey, y la firma de Isaiah Hartenstein fortalecieron la profundidad del equipo y aportaron la experiencia que tanto anhelaban, buscando no repetir los mismos errores del pasado.
Con un récord de 68 victorias y solo 14 derrotas, los Thunder no solo se coronaron como el mejor equipo de la Conferencia Oeste por primera vez en su historia, sino que también grabaron su nombre en los libros de récords como uno de los conjuntos más dominantes de todos los tiempos, fijando además el récord histórico de mayor margen de puntos sobre sus rivales (+12.9 de media).
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La temporada comenzó con expectativas altas tras el éxito de la campaña anterior, pero nadie podía prever la magnitud de lo que los Thunder lograrían. En el centro de esta odisea estuvo Shai Gilgeous-Alexander, cuya temporada estelar lo ha terminado de consagrar como el Jugador Más Valioso de la NBA en 2025 frente a Jokic, convirtiéndose en el tercer jugador en la historia de la franquicia en recibir este honor, siguiendo los pasos de Kevin Durant (2014) y Russell Westbrook (2017). Su impacto trascendió las estadísticas y se ha convertido en el primer jugador exterior en ganar el MVP desde 2018, cuando lo hizo otro exThunder: James Harden.
Con un promedio de puntos que lo colocó entre los líderes de la liga, Gilgeous-Alexander brilló en los momentos cruciales y su liderazgo, tanto en la cancha como en el vestuario, fue el faro que guió a los Thunder. Sin embargo, algo que ha caracterizado a estos Thunder es la coralidad de una plantilla en la que Daigneault ha involucrado hasta 14 jugadores válidos durante la temporada regular.
Pero ahora llegaban los Playoffs y el fantasma de la inexperiencia acechaba de nuevo sobre ellos. El viaje de los OKC hacia las Finales de la NBA ha sido toda una demostración de su fortaleza y determinación. En la primera ronda, barrieron a los Memphis Grizzlies en cuatro partidos, estableciendo un tono dominante con su victoria récord en el Game 1 (131-80), no querían dejar espacio a la duda. Sin embargo, el verdadero ejercicio de madurez lo encontrarían en semifinales, donde cayeron el año pasado.
Los Denver Nuggets, en una serie que se extendió a siete partidos, fueron un reto que les valió internamente para creerse lo que ahora parece más cerca que nunca: pueden ser campeones de la NBA. La resiliencia de los Thunder se puso a prueba con los fantasmas del pasado acechando, pero lograron imponerse con un 4-3, gracias a la combinación de jugadas clutch de Shai y a una defensa para la historia de Caruso sobre Jokic en el Game 7. Una serie de esas que marcan un antes y un después en la historia de un vestuario.
El clímax llegó en las Finales de la Conferencia Oeste contra los Minnesota Timberwolves. Los Thunder vencieron con un sólido 4-1 apoyándose en un Gilgeous-Alexander estelar, MVP de las Finales del Oeste, y con la mejor versión de Holmgren hasta la fecha en estos playoffs. Esta victoria marcó el regreso de OKC a las Finales de la NBA por primera vez desde 2012, un hito que resonó profundamente en una ciudad que ha abrazado a este equipo como su corazón y alma.
Este equipo, alguna vez ridiculizado por su fase de reconstrucción, ahora está al borde de la inmortalidad, un símbolo de lo que se puede lograr con fe, trabajo duro y una visión clara. La temporada 2025 es más que una colección de victorias; es la culminación de un viaje que comenzó con la pérdida de los Seattle Supersonics, atravesó los desafíos de la reubicación y ahora encuentra su redención en Oklahoma.
En las calles los ecos del trueno resuenan con fuerza. Cada pase, cada canasta, cada rugido de la multitud en el Paycom Center lleva consigo el peso de una historia de resiliencia y esperanza. Todavía queda un último paso, pero esta temporada será recordada como el año en que el Trueno rugió de nuevo, más fuerte y poderoso que nunca, llevando consigo el legado de una franquicia que se negó a rendirse y el espíritu de un equipo renacido de las cenizas.